Artículos

El império retórico: Auge y Caída

The Rhetoric Empire: Rise and Fall

Said Dahdah-Antar
Universidad cental de Venezuela, México

El império retórico: Auge y Caída

Política, Globalidad y Ciudadanía, vol. 5, núm. 9, 2019

Universidad Autónoma de Nuevo León

Recepción: 30 Agosto 2018

Aprobación: 07 Octubre 2018

Resumen: El presente artículo es producto de una revisión bibliográfica cuyo objetivo consistió en mostrar evidencia de los fundamentos clásicos de la comunicación política. Se aplicó el método de análisis, con un enfoque cualitativo, diseño no experimental, bajo un nivel documental-bibliográfico transversal. Tras la revisión documental se encontró que el de-bate sobre la retórica, en la antigüedad, constituía la esencia misma de la participación de los ciudadanos en los asuntos de la comunidad. Si bien ha sido vista usualmente con descrédito, la retórica fue objeto de importantes reflexiones en la Grecia y Roma clásicas. Se concluye que el arte de persuadir públicos mediante el uso de la palabra ha logrado construir una maquinaria conceptual, cuyos aportes serán descritos en este análisis. La distinción que con frecuencia se hace en política entre las palabras y los hechos, entre el “no veas lo que dice el presidente, sino lo que éste hace”, se cuestiona en la perspectiva retórica: el decir es también una manera de hacer.

Palabras clave: Ciudadanía, comunicación política, discurso político, persuasión, retórica.

Abstract: This article is the product of a bibliographic review whose objective is to show evidence of the classical founda-tions of political communication. The method of analysis was applied, with a qualitative approach, non-experimental design, under a transversal documentary-bibliographic level. After the documentary review it was found that the debate on rhetoric, in ancient times, constituted the very essence of citizen participation in community affairs. Although it has usually been seen with description, the rhetoric was the subject of important reflections in classical Greece and Rome. It is concluded that the art of persuading audiences through the use of the word has managed to build a conceptual machinery, whose contributions will be necessary in this analysis. The distinction that is often made in politics between words and deeds, between “do not see what the president says, but what he does this”, is questioned in the rhetorical perspective: saying is also a way of doing.

Keywords: Citizenship, Political Comunications , politcas speech, persuasion , rhertoric.

1.- INTRODUCCIÓN

La comunicación política es una disciplina científica en proceso permanente de construcción y reelaboración. Mauro Wolf, en su Investigación de la Comunicación de Masas, define su objeto de estudio como proteiforme. Las investigaciones en este ámbito muestran una multiplicidad de problemas, ensayos de solución y procedimientos de análisis, gracias a los cuales “ha resultado un conjunto de métodos, enfoques y puntos de vista tan heterogéneo y disforme” (Wolf, 1996, p.11). Los orígenes de la disciplina se hallan en la Antigüedad clásica: sus fundamentos aparecen en la Grecia del siglo V a.C., a propósito de la cuestión de la retórica; y en la Roma imperial, donde se establecieron sus principios gracias a la controversia sobre la oratoria.

El presente artículo propone un recorrido por el debate de la retórica en la Antigüedad clásica. Se expondrán las principales tesis y corrientes que configuran su marco conceptual. En la Grecia del siglo V a.C., se abordarán los exponentes de las dos corrientes de pensamiento predominantes: la sofística de Gorgias, Protágoras, Pródico y los Eristas; y la filosofía de Platón y Aristóteles. En la República romana, nos enfocaremos exclusivamente en la figura del político y orador Marco Tulio Cicerón, con una obra y reflexión prolífica sobre la materia.

El problema básico consiste en reconstruir los mecanismos clásicos de persuasión política, entendiendo que la elaboración de discursos, y por ende la capacidad de articular diálogo efectivo, opera como alternativa a la búsqueda de soluciones de fuerza o de imposición de valores comunes; así como incrementa las posibilidades de integración social2. El objetivo principal gira en torno a describir los esquemas básicos del discurso político, con la finalidad de exponer la pertinencia de rescatar dichas nociones para el análisis contemporáneo de la comunicación política en democracia. Para ello identificaremos los conceptos decisivos en cada planteamiento, la fundamentación teórico práctica de los mismos, y de ser posible su recreación histórico conceptual. Ahora bien, el desprestigio tradicional de la cuestión retórica, y de la palabra política en general, así como la casi nula preservación de los textos antiguos sobre la sofística, gravitan como limitaciones principales de esta revisión bibliográfica.

Que la retórica y la oratoria sean términos diferentes, además de haber sido empleadas en épocas distintas, en poco modifica el sentido de principal de la materia discutida: la persuasión política y las formas idóneas para su consecución. Ferrater Mora entiende a la persuasión, básicamente, en términos de los esfuerzos que se hacen para convencer al oyente o interlocutor a aceptar aquello que se le propone o se le dice (1965, p.408). La retórica y la oratoria se encuentran relacionadas con la elocuencia: con esos estilos o caminos apropiados en ciertas ocasiones para afectar las opiniones, los valores y las creencias de un público particular. Retórica y oratoria son en este artículo manifestaciones del mismo fenómeno.

Bice Mortara Garavelli, en su Manual de Retórica, afirma que la retórica guarda dos sentidos y una diversidad de juicios. La retórica se entiende como práctica y técnicas comunicativas. Un modo de expresión o un quehacer comunicativo, en resumen. La retórica se refiere también a una disciplina, la ciencia del discurso; un conjunto articulado de doctrinas o reglas que describen su correcto funcionamiento. “Retórica, pues, quiere decir práctica y teoría: elocuencia y sistema de normas que han de respetarse para ser ‘elocuentes’ y que son objeto de estudio sistemático” (1991, p.9).

El marco de comprensión de la retórica ha sido ampliado por Roland Barthes en su obra Investigaciones Retóricas (1974). Este autor considera que el ámbito retórico se constituye por seis prácticas: la retórica como técnica, enseñanza, actividad científica, práctica moral, práctica social, y práctica lúdica. La comunicación política es vista también como un hacer o un quehacer político. La distinción usual entre palabras y hechos, entre el “no mires lo que dice el presidente, sino lo que éste hace”, comienza a ser cuestionada. Las palabras, o el discurso político, son acciones o actuaciones que pueden generar efectos, aunque en dimensiones de la realidad distintas a la física, como la psíquica o psicológica. El decir es también una manera de hacer.

2.- FUNDAMENTO TEÓRICO

La retórica en la Grecia clásica.

El contexto histórico.

La reflexión sobre la persuasión política surgió por primera vez, y con fuerza, en el mundo helénico del siglo V a.C. La controversia sobre el arte de construir discursos persuasivos se presentó, en parte, por la necesidad de precisar los límites entre dos escuelas: la sofística y la filosofía. La disputa en relación con la retórica representó un esfuerzo por esclarecer el sentido de la filosofía, su objeto de atención y su metodología. La confusión entre ambas esferas representó uno de los problemas intelectuales más importantes de la época.

El debate acerca de la retórica debe ser situado en su contexto histórico: una crisis profunda de la aristocracia griega, no sólo en cuanto a forma política, sino especialmente como cultura. En esta época surge un cuestionamiento intenso de los valores tradicionales, principalmente hacia la areté. Werner Jaeger, en su Paideia, sostiene que la areté expresa el más alto ideal de la educación y se define, de cierta manera, como una virtud humana que sólo encuentra perfección en almas selectas. Según Jaeger, sólo unos distinguidos mortales podían alcanzar una posición dominante en el orden social, aquellos que mediante sus aptitudes físicas habían obtenido la victoria en el combate. La areté era, pues, una virtud propia de los guerreros (Jaeger, 1957).

La crisis de la aristocracia se asocia con el acceso del demos a la política en la Grecia clásica. La areté no es descartada en el lapso democrático. Ésta experimenta variaciones que conducen a “la superación de todos los privilegios de la antigua educación para la cual la areté sólo era accesible a los que poseían sangre divina” (Jaeger, 1957, p.264). Dicha crisis cultural se enfoca en la negación de la estirpe para optar a una educación y a la conducción de la polis. La nueva noción de virtud sustituye la norma sanguínea por una fundada en la razón. Jaeger comenta que: “sólo parecía haber un camino para llegar a la consecuencia de este fin el acceso a la areté : la formación consciente del espíritu en cuya fuerza ilimitada se hallaban inclinados a creer los nuevos tiempos” (Jaeger, 1957, p. 264).

La retórica tiene una clara dimensión política. El término alude al rétor, no al que enseña la retórica, sino al rector de la polis. La retórica es la materia de la actividad del político, del ciudadano libre que asume el rectorado de la comunidad política, aquél que maneja los asuntos de todos. Como afirma Jaeger: “La edad clásica denomina al político puramente retórico, orador. La palabra no tenía el sentido puramente formal que obtuvo más tarde, sino que abrazaba el contenido mismo. Se comprende, sin más, que el único conte-nido de los discursos fuera el estado y sus negocios” (1957, p.267).

La democracia ateniense.

La retórica hace vida en forma de gobierno donde la palabra ocupa un sitio privilegiado. Los modelos

aristocrático y oligárquico no solicitan su uso intensivo; las decisiones son tomadas por unos cuantos: los distinguidos por la nobleza de sangre, o por las riquezas poseídas. David Held (2001) afirma que el valor de la igualdad destaca en la democracia ateniense: el derecho y la obligación que tienen todos los miembros de participar en las decisiones comunes. Dicha participación se concreta en asamblea, y consiste en la posibilidad de ser escuchado, y de acceder a un cargo público. La democracia clásica consiste en el gobierno del pueblo: una forma política de autogobierno que coloca a la ciudadanía como autoridad suprema de la polis (Held, 2001).

Este gobierno de «la multitud» o de «la igualdad numérica, sobre la noción del reparto equitativo de la práctica de gobierno, tiene como requisito a la palabra política . Al depender la toma de decisiones de muchos, el despliegue de la democracia exige la formación de una opinión común acerca del camino más adecuado a seguir. La formación de la opinión ciudadana se subordina a una discusión, en asamblea, sobre los asuntos de interés para la polis. La toma de decisiones se sostiene en: “(…) la disertación libre y sin limitaciones, garantizada por la isegoría, el derecho de todos por igual a hablar en la asamblea soberana. Las decisiones y las leyes descansaban, así se creía, en la convicción la fuerza del mejor argumento” (Held, 2001, p.32, 33).

La palabra es igual de importante por los conflictos que aparecen en esos procesos de formación de opinión ciudadana. Las posibilidades de obtener una decisión como resultado de la homonoia, por unanimidad, eran muy bajas, incluso en una comunidad pequeña como la polis ateniense, debido a las complejidades de los procesos de toma de decisiones y a sus alcances. La valoración de la palabra, por consiguiente, sólo puede concretarse en un contexto donde existen amplias diferencias de opinión en relación con el rumbo que han de seguir los asuntos públicos.

El arte del buen hablar para persuadir se fortalece ante la necesidad de convencer a quienes disienten de la posición defendida, ya que éstos son iguales en términos de poder -político, económico y militar. El valor del discurso político se aprecia en contextos caracterizados por la presencia de facciones en amplia oposición y con un poder simétrico que neutraliza el empleo de la violencia en la resolución de conflictos.

En suma, el desarrollo antiguo de la retórica parece haber sido estimulado por la presencia de situaciones donde se desplegaron rivalidades políticas con fuerzas casi equitativas. El diálogo representa una manera de canalizar o abordar el conflicto político, con el propósito de obtener un resultado que no implique la destrucción de las partes en disputa. La guerra sería, en este enfoque, ausencia de diálogo y por ende de retórica.

Una prueba de lo señalado está en los orígenes de la retórica. Roland Barthes (1974, p.80) afirma que la retórica como metalenguaje nació hacia el año 485 a.C., cuando dos tiranos sicialianos, Gelón y Hierón, tomaron un conjunto de decisiones cuyas consecuencias inmediatas fueron la deportación y el traslado de la población, así como expropiaciones para ser concedidas a mercenarios que luego repoblasen Siracusa. Una vez derrocada la tiranía por el pueblo de Siracusa, se iniciaron una enorme cantidad de reclamos judiciales, que tenían el propósito de restablecer la situación previa en materia de propiedad de la tierra. Los procesos judiciales, según Barthes, movilizaron grandes jurados populares. El arte arte de persuadir mediante el buen hablar se nutre de ambientes de conflictos.

Los sofistas: la práctica retórica en búsqueda del éxito político.

Aproximarse a los sofistas no es tarea fácil. La dificultad radica en la pérdida de sus textos principales. A excepción de los discursos “Elogio de Helena” y “Defensa de Palamedes”, ambos textos de Gorgias, la discusión sobre el pensamiento sofístico se produce mediante las citas y los comentarios de Platón, Aristóteles, Sexto Empírico, Planudes y Proclo. Además, los sofistas y su ideal de educación fueron los copro-

tagonistas de la disputa entre la retórica como el reino de lo verosímil y de la opinión (doxa), y la filosofía como espacio de lo verdadero y del conocimiento (episteme). La filosofía venció en esta controversia, por ello la imagen que quedó de la sofística fue muy negativa. José Solana Dueso (1997) resalta que esta actitud de repudio se inició en el círculo socrático: Platón y Jenofonte.

La evaluación apropiada de esta escuela enfrenta los obstáculos propios de la distorsión con que nos llega este marco de interpretación. La dificultad principal que se ha mantenido en el tiempo es aquella: “(…) creencia de que Platón y Aristóteles dieron con la interpretación de las doctrinas sofísticas y que, por tanto, su crítica fue definitiva” (Solana Dueso, 1997, p.94). Por otra parte, a sofística no fue una escuela homogénea, con una propuesta de saber único o con un conocimiento coherente; sino que albergaba diversas corrientes de pensamiento que, incluso, llegaban a oponerse entre sí. Para Jaeger (1957, p.274), el factor de unión, entre la pluralidad y divergencia de contenidos y procedimientos entre los sofistas, consiste en la estimación común a percibirse como maestros de la virtud política, individuos provistos del conocimiento necesario para formar a las almas humanas con miras a la participación en los asuntos de la polis.

La sofística redefine la noción tradicional de areté, al elevar el saber a la categoría de criterio que estructura la formación de los ciudadanos en la polis. Los sofistas renuncian a la tradición basada en la sangre como factor determinante de la excelencia humana. La educación era artífice de un segundo nacimiento para el hombre: el parto social. Según Jaeger, los sofistas: “son los creadores de la conciencia cultural en que el espíritu griego alcanzó su telos y la íntima seguridad de su propia forma y orientación (…) tomaron conciencia y se la dieron a su pueblo de que la educación humana era la gran tarea histórica que les había sido asignada (1957, p.278)”.

Los sofistas inauguran el período de la formación humana consciente, donde la retórica tiene un rol determinante. Con ello modifican el eje del pensamiento filosófico, al abandonar la problemática de la physis y enfocar por primera vez la reflexión en el hombre. Éste nace como objeto o centro de las indagaciones del mismo hombre, dedicándose a la reflexión de la polis, las relaciones sociales, así como del lenguaje político y sus prácticas. Para Ferrater Mora, los sofistas “descubren realidades que sin la crisis hubieran permanecido ocultas. Lo que encuentra el hombre ante sí es tanto el universo como la realidad humana, pero una realidad inestable y por ello problemática” (1965, p.702).

Visto que la nueva areté se basa en el saber, y dado que ese saber será enseñado por los maestros del conocimiento, se hace inevitable el estudio de la comunicación. Los sofistas “convirtieron el saber en oficio y, por tanto, debían exigir una compensación para vivir y poder difundirlo” (Reale y Antiseri, 1995, p.75-77). Los sofistas hacen de la retórica una práctica social solo accesible a quien pudiera pagarla; se orientaba a la satisfacción de la necesidad que tenían los ciudadanos: persuadir con éxito a los conciudadanos y obtener con ello resultados favorables en los debates asamblearios (Barthes, 1974: 9-10). Jaeger lo afirma con precisión al indicar que:

… los sofistas se dirigían ante todo a una selección y a ella sola. A ellos iban los que querían formarse para la política y convertirse en un día en directores del estado. Semejantes hombres … no debían limitarse a cumplir las leyes, sino a crear leyes del estado, y para ello era indispensable, además de la experiencia que se adquiere con la práctica política, una intelección universal sobre la esencia de las cosas humanas. Verdad es que las cualidades capitales de un hombre de estado no pueden ser adquiridas … pero las dotes para pronunciar discursos convincentes y oportunos pueden ser desarrolladas … mediante la cual puede orientar y constreñir suavemente las asambleas. (1957, p.267)

Protágoras.

Los aportes de Protágoras al arte de la persuasión se comprenden al situarnos en el núcleo de su pensamiento. Protágoras asume una posición relativista frente al problema de la verdad: se considera imposible

hallar un criterio absoluto que permita discernir entre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. En la mirada de Protágoras, “nadie estaría estaría en falsedad, sino todos estarían en la verdad [en su verdad]” (Reale y Antiseri, 1995, p.78). Dicho relativismo se resume en su más célebre máxima: el homo mensuras, “el hombre es la medida de todas las cosas, de las que son en aquello que son, y de las que no son en aquello que no son” (Reale y Antiseri, 1995, p.78).

La verdad sólo se encuentra en la norma del juicio de cada hombre, en lo que estime como la medida de los hechos y experiencias. La realidad sería una convención tanto en su confección como en su aplicación. El hombre se convierte en árbitro de todos los hechos, la verdad y su realidad es un producto de la voluntad humana. “si es cierto que debe reposar en el objeto, no lo es menos que la “norma”, “criterio” o “medida” de la verdad solo puede serlo el sujeto, es decir, es el único que puede decidir si hay o no correspondencia” (Solana Dueso, 1997, p.99).

El relativismo protagórico conduce a la noción del conflicto como elemento propio de la vida en toda comunidad. Si la verdad depende de las apreciaciones de cada sujeto, son altas las posibilidades de que aparezcan múltiples opiniones divergentes. Ante la ausencia de la palabra política, la comunidad se encaminaría a un estado de fragmentación, a su inestabilidad permanente o incluso a su disolución, por la amenaza constante de acudir a la violencia como forma de resolver las “naturales” diferencias de apreciación de los asuntos públicos y, en definitiva, de criterios para establecer lo verdadero.

La retórica quedaría definida como el arte del buen hablar, no para sostener la verdad, sino para mostrar la razón más convincente (Mortara Garavelli, 1991, p.18). En la sofística de Protágoras, si no hay una verdad, y ésta es múltiple y diversa, resulta necesario que en cada argumento se identifiquen por lo menos dos tesis opuestas. El principal recurso del sofista son las antilogías, una técnica de argumentación que se condensa en la afirmación: “acerca de cada cosa hay dos razonamientos que se contraponen entre sí, es posible decir y contradecir, esto es, se pueden aducir razones que se anulan” (Reale y Antiseri, 1995, p.78). Si a cada ser se le puede afirmar y negar una cualidad, dado que tal atribución depende del criterio de cada hombre, la fortaleza o debilidad de un argumento no reside sólo en su contenido, sino también en el lengua-je y en los modos empleados para su expresión convincente.

Así nace también la noción retórica que en toda controversia el argumento débil puede llegar a ser el argumento fuerte y viceversa. Ambas técnicas fueron probadas por Gorgias en su discurso “Elogios a Helena”. Arquetipo de belleza en la mitología griega, Helena fue censurada por la opinión común en la Grecia clásica, ya que su rapto por París, que desencadenó la guerra de Troya, no era considerado como tal, sino que se asumía la complicidad de Helena. Gorgias toma dicha figura mitológica para desarrollar un argumento en su defensa, proponiéndose fortalecer la posición más débil ante la opinión común. La defensa de Helena se ejecuta con la anulación o suspensión de la responsabilidad que se le adjudicaba sobre los hechos, introduciendo tesis que señalaban la presencia de poderes frente a los cuales ninguna voluntad humana podría resistir.

Protágoras propuso además la premisa retórica de lo oportuno para cada caso. Este axioma, junto con la antología como técnica de la argumentación, constituye una herramienta retórica rudimentaria, luego desarrollada por Aristóteles. “Protágoras da una aplicación formal (...) de lo que es oportuno en un discurso: pueden ser oportunas, según los casos, la concisión o la abundancia. Y una misma materia puede constituir el objeto de un discurso amplísimo o de uno conciso” (Mortara Garavelli, 1991, p.20). Lo oportuno no se refiere a la posición que se asumirá en el debate, como enseña la antilogía, sino al tamaño conveniente del discurso. Por lo demás, la extensión de los discursos es un elemento que aparece de forma recurrente en todo el debate clásico de la retórica.

Gorgias.

Gorgias de Leontini es considerado como el padre de la retórica. Su nombre sirve de título al principal diálogo platónico en torno al arte de persuadir mediante el buen uso de la palabra. Su planteamiento llega hasta nuestros días por la conservación de los fragmentos de sus discursos: Elogio a Helena y Defensa de Palamedes. La retórica adquiere una alta significación, en parte por su renuncia a cualquier aspiración en la capacidad de los seres humanos para comprender la realidad circundante. Alejado de una postura dogmática, dado que la esencia de las cosas es inaprehensible, se concluye que lo único existente es la palabra. Para Gorgias el ser y la verdad solo pueden ser lenguaje dotado de sentido.

El lenguaje se constituye en una realidad independiente. El discurso, como poderoso soberano, nace como objeto de estudio. Para Barthes, la palabra alcanza con Gorgias un dominio tal que se puede hablar de un imperio del lenguaje: un territorio con existencia autónoma, regido por reglas y en donde conviven las figuras. Con la retórica de Gorgias: “nuestra sociedad ha reconocido el lenguaje, su soberanía (...) [La retórica es] una ideología de la forma, como si (...) existiera para cada sociedad una identidad taxonómica, una sociológica, en cuyo nombre es posible definir otra historia, otra sociedad” (Barthes, 1974, p.11-12). La comunicación nace así como ámbito discernible del conocimiento humano, en cuanto área de reflexión que tiene al lenguaje como objeto de estudio.

En esta retórica subyace una orientación nihilista. Según Sexto Empírico (Barrio Gutiérrez, 1984), la conclusión escéptica del sofista siciliano se refleja en las tres tesis siguientes. Primero, nada existe: las cosas no encierran una sustancia necesaria, la palabra no contiene indispensablemente una realidad verdadera. Si algo existiera, sería incognoscible: las capacidades humanas son limitadas y los instrumentos dispuestos por el hombre son inadecuados para conocer. Y si algo existiera y fuese cognoscible, sería incomunicable. La separación entre el ser de las cosas y el lenguaje se fundamenta en esta última premisa. El lenguaje se presenta como una realidad con una “naturaleza” sin una relación inevitable con la esencia de la realidad. La problemática del ser y el decir consiste en que:

Si no existe verdad absoluta y todo es falso, la palabra adquiere una autonomía propia, casi carente de límites, porque no está sometida a los vínculos del ser. Dada su independencia ontoveritativa, es o puede convertirse en algo dispuesto a todo. Y es aquí donde descubre en lo teórico aquel aspecto de la palabra por el cual ésta, prescindiendo de toda verdad, puede hacerse portadora de toda persuasión, de creencia y sugestión. La retórica es exactamente aquel arte que aprovecha hasta el fondo este aspecto de la palabra y que puede definirse como el arte de persuadir. (Reale y Antiseri, 1995, p.80).

Gorgias descubre que la realidad y el lenguaje no siguen necesariamente la misma dirección. La realidad de la palabra permite construir ficciones. El discurso se convierte en el dominio de la ilusión, la república de las promesas. La separación entre pensamiento y palabra ocurre por las limitaciones del lenguaje para transmitir los estados conscientes del comunicante; y por las dificultades del discurso para producir idénticos estados en el comunicado. La existencia de una pluralidad de emisores, con pensamientos y experiencias diversas, incluso únicas, contribuye a convertir el lenguaje en un hecho equívoco. Esta conciencia de la imperfección del lenguaje conduce a realizar esfuerzos constantes por mejorarlo: siendo la expresión la única forma de establecer relaciones sociales, su desarrollo constituye el único camino para construir una polis (Barrio Gutiérrez, 1984).

El tránsito de una época nihilista a una etapa retórica, en Gorgias, se explica como sigue: la única realidad posible, aunque imperfecta, es la palabra. Por ello la apariencia, el modo de decir las cosas, adquiere significación. El buen hablar no es afirmar lo verdadero, sino emplear las formas más convincentes del discurso. Lo importante para la persuasión son las formas que asume el significante, ya que se renuncia a buscar lo inexistente: el significado de los objetos.

El avance retórico adquiere un componente estilístico. Ésta vendría a ser una estética de la palabra orientada a la persuasión del oyente. La segunda contribución de Gorgias a la retórica es, por tanto, el desarrollo de una clasificación de las figuras del lenguaje. La apóstasis, por ejemplo, consiste en separar unos de otros los pensamientos para formar con ellos proposiciones aisladas y singulares. La prósbole es un ataque, una agresión o impulso violento, y como figura retórica permite iniciar inmediata y bruscamente los pensamientos. La metáfora y la alegoría representan, en cambio, traslados del sentido recto de las voces a otro figurado, en virtud de una comparación tácita. Mientras que la epanalepsis, entre otras figuras, consiste en la repetición de una palabra. Reale y Antiseri expresan esta vertiente estilista de la retórica de un modo conciso:

Gorgias fue el primer filósofo que trató de teorizar lo que hoy denominaríamos vertiente estética de la palabra y la esencia de la poesía (padecimiento del alma por efecto de las palabras,muy padecimiento que le es propio). El arte, pues, al igual que la retórica, consiste en provocar sentimientos, pero a diferencia de aquella, no se propone intereses prácticos, sino un engaño poético en cuanto tal (estética no patética), y dicho engaño, naturalmente, es una pura ficción poética. (1995, p.80)

La psicagogía surge con Gorgias por el énfasis en el estilo. Esta sofística no se preocupa tanto por el intelecto para persuadir, sino por el manejo de las pasiones a través de las prácticas estilísticas, como intento de movilización de las emociones, de manera de impulsar la opinión del oyente a favor o en contra de los asuntos que se discutían en los órganos de poder establecidos en la polis. La retórica vendría a ser la virtud del bien hablar, de construir discursos que convenzan a otros a inclinarse favorablemente hacia lo que se encuentran renuentes (Platón, 1964).

Bice Mortara Garavelli expresa sobre la psicagogía que ella: “no pretendía convencer de que un argumento válido era verosímil (eikos) mediante una demostración técnicamente impecable, sino mediante la atracción que la palabra, sabiamente manipulada, podía ejercer sobre los espectadores. El efecto que pretendía alcanzar era la reacción emotiva, no la adhesión racional” (1991, p.18-19). Y el mismo autor termina afirmando también que, en el discurso Elogio de Elena, Gorgias estima que la psicagogía: “actúa a través del engaño; de la ilusión o fascinación poética que el logos (la palabra, el discurso) es capaz de provocar: «acercándose a la opinión del alma, su poder encantatorio la fascina, la persuade, la seduce, y la modifica con una ilusión mágica»” (1991, p.21). En el debate clásico, se constituyen las dos rutas a seguir para la persuasión política: la racional con la argumentación lógica (las antilogías), y la pasional con la afectación de las emociones humanas (psicagogía).

Pródico y los Eristas.

Pródico y los Eristas representan corrientes sofísticas que ofrecieron elementos clave para la construcción de discursos persuasivos en la antigüedad clásica. En Pródico destaca especialmente la invención de la sinonimia, la técnica “que proponía distinguir entre los diversos sinónimos y en la exacta determinación de los matices que entraña el significado de cada una” (Reale y Antiseri, 1995, p.81). Los Eristas, en cambio, introducen el empleo de formas destructivas de argumentación. El objetivo se centra en identificar las debilidades en el razonamiento de los oponentes, para conducirlos después a posiciones contradictorias que les coloquen en situaciones de apremio. Hay quienes consideran que este combate lingüístico, conocido con el término de disputa, representa una clase de diálectica, metodología desarrollada por Platón. En este sentido, Mortara Garavelli afirma que “la Erística, considerada como un artificio dialéctico estéril, pero como una invitación al esclarecimiento del lenguaje, ha servido históricamente, en las disputas científicas (…) para poner en evidencia los puntos oscuros y confusos” (1991, p.20).

Los Eristas, finalmente, son los artífices del sofisma. Según Ferrater Mora, el sofisma consiste en un argumento falaz que plantea defender lo falso mediante la confusión del contrario. El sofisma es un discurso

que golpea la estructura mental de los oyentes. El absurdo que encierra los sofismas es capaz de desestabilizar hasta dejar aturdidos a los oponentes. Un ejemplo de sofisma es aquel que niega el antecedente de un condicional: “Si Ivan es ruso, entonces Ivan es inteligente. Ivan no es ruso. Ivan no es inteligente”, o aquel que afirma el consecuente de un condicional “Si Ivan es ruso, entonces Ivan es inteligente. Ivan es inteligente. Ivan es ruso” (Ferrater Mora, 1965, p.701).

Los filósofos: la retórica como reino de lo verosímil.

Platón: la moralidad en la retórica.

La importancia de Platón en la retórica clásica no se aprecia tanto en los aportes técnicos al arte de la persuasión política. Jaeger sostiene que este filósofo, en su diálogo Fedro, define el discurso como un cuerpo vivo, el cual se compone de varias partes: unos pies (la introducción), un tronco y sus extremidades (el cuerpo o desarrollo) y una cabeza (la síntesis o conclusión). Platón aporta la noción de un esquema orgánico del discurso: su confección exige que el retórico garantice una relación adecuada o armoniosa entre las partes de ese cuerpo; las formas del discurso deben mantenerse en unas proporciones ajustadas (Jaeger, 1957, p.995-996).

La significación retórica de Platón se ubica más en las posibilidades de trazar las fronteras de los discursos persuasivos. Platón construye una evaluación moral del arte del buen hablar. En su diálogo Gorgias, repudia la práctica retórica pues la percibe como perjudicial para la formación humana; si bien en su diálogo Fedro, esta actitud ya no es de amplio rechazo y comienza a asumir una postura próxima a una aceptación condicionada de la retórica. A juicio de Jaeger, en la Carta Séptima, Platón expone “la problemática que supone siempre la plasmación del pensamiento por medio de la palabra escrita (…) para formular la paradójica declaración de que ni él mismo ha encontrado posible exponer su teoría, razón por la cual no existe una filosofía platónica escrita” (1957, p.997). En correspondencia con este giro en la valoración de la retórica, se encuentran los esfuerzos que Platón por exponer sus ideas con metáforas: la alegoría de la caverna para exponer su pensamiento fundamental; o la metáfora del cocinero y del médico para describir la retórica misma; también las metáforas del tejedor, del pastor, del patrón de navío y del grande y robusto animal (con la que se refería a la masa del pueblo), para referirse a lo político. Platón fue en este sentido un retórico.

En Platón, la labor de la filosofía y del filósofo, a diferencia de la retórica, consiste en conocer la naturaleza de la justicia, la bondad y la belleza. Dicha postura filosófica se ha conocido como idealismo: el conocimiento no se busca en la realidad sensible, se halla supeditada a la indagación de las ideas de las cosas. Esta postura se acercaría hacia un abstraccionismo, una desvinculación del filósofo con la realidad inmediata, como condición para capturar la esencia de la realidad. Una vez que se hace con ese conocimiento ideal, el filósofo retorna a la realidad empírica para cotejar la realidad de la idea con la realidad empírica y determinar cuánto se aproxima la primera con respecto a la segunda.

En esta perspectiva, el filósofo también debía practicar la enseñanza para que los hombres aprendiesen a vivir conforme a la verdad de las ideas. El filósofo persigue dos propósitos: investigar la realidad de las ideas, pretendiendo el conocimiento verdadero; trascender lo aparente y las opiniones, y adentrarse en la esencia del mundo. Por otro lado, el filósofo es un educador y su actividad consiste en enseñar la verdad y transformar la vida de los hombres. Así como ocurre con la sofística, se comienzan a establecer las fronteras entre la filosofía y la educación.

Al contrario de Protágoras y Gorgias, quienes asumen una postura relativista y escéptica, respectivamente, Platón era un convencido en la posibilidad de conocer la verdad. Se entiende así su cuestionamiento a la retórica, pues la considera como una herramienta que no se preocupa por comprender lo verdadero. Al permanecer en el nivel de las apariencias o lo superficial, la retórica no era un poder, tal y como presumían

los sofistas. Para Platón, al abandonar la búsqueda de lo esencial, la retórica era incapaz de procurarle un bien a quien le poseía.

La retórica tampoco fue estimada como un arte para Platón, entendiendo por arte “todo conjunto de reglas idóneas para dirigir una actividad cualquiera” (Abbagnano, 1993, p.100). El arte de una actividad requiere necesariamente la exposición de las razones que permitan encontrar el objetivo buscado. Los sofistas no daban con las causas o los fundamentos de cada uno de sus aportaciones al manejo persuasivo del discurso, según Platón. La retórica no era más que una actividad rutinaria, una adquisición experimental de producir placer en el oyente (ensayo y error). La filosofía platónica y su método, la dialéctica, no pretenden abarcar lo que parece ser bueno, sino la bondad, no se aborda lo tangencial, como son las formas y razonamientos verosímiles.

La aspiración es a profundizar en la comprensión cabal de la sustancia de las cosas, aunque ésta no se acomode a los gustos. En la visión platónica, la retórica se ocupa de procurar lo placentero sin detenerse en los perjuicios que podrían obtenerse de ello; la clave persuasiva parece encontrarse en el deleite de las audiencias. El principal elemento de controversia entre la filosofía y la sofística queda expuesto: la distinción entre la verdad como esencia de las cosas, y la verosimilitud como apariencia de las cosas, la distinción entre entre episteme y doxa.

La percepción de platónica sobre la utilidad de la retórica se modifica en el tiempo. Tal cambio no implica una aceptación irrestricta. Así es como Platón desarrolla su tesis moral de la existencia de dos retóricas, la buena y la mala. La persuasión positiva es la que asume en sus contenidos la verdad de las cosas, al no haber mayor poder de convicción que la verdad misma. Dicha postura se proyectará en la antigüedad clásica y en el medioevo: para ser retórico es necesario contar con una cultura basada estrictamente en el saber filosófico. La retórica recta procura lo mejor en términos filosóficos. La persuasión negativa es adulación, sólo complace lo apetecido, el discurso se ajusta al público y sus inclinaciones. La retórica perjudicial está vinculada a lo placentero o, en palabras de Claude Bremond, al hedonismo: la generación de una sensación de goce (Bremond, 1974).

Aristóteles: el artificio de la retórica.

La propuesta retórica de Aristóteles surge en medio del debate entre la sofística y el platonismo. En concordancia con su ética de la acción, que postula la necesidad de conocer las finalidades de las cosas y los medios para lograr tales propósitos, Aristóteles problematiza la producción de la persuasión política e indaga en los caminos a seguir para convencer a los oyentes. La sofística se cuestiona porque sus propuestas no ofrecen reglas claras basadas en razones.

La retórica se eleva a la calidad de arte, renunciando a continuar la discusión sobre los aspectos positivos o perniciosos de sus usos. Según Jaeger, la antigüedad clásica consideraba al arte como una práctica sujeta a un conjunto de reglas generales. La producción artística no se condiciona al arbitrio o capricho del artista, tampoco a la experiencia de los ensayos y errores, sino a unas normas idóneas (1957, p.514-515). En su obra Retórica, Aristóteles le define como la capacidad de considerar, en cada caso, las reglas necesarias para persuadir. La técnica persuasiva divide la argumentación en tres elementos: el que habla, sobre lo que se habla, y el que escucha (emisor, mensaje, receptor). Las reglas idóneas para persuadir a los oyentes se sitúan en el ámbito del mensaje, pues consisten en el empleo de la figura lógica conocida como el entimema.

Según Aristóteles, la argumentación retórica es un razonamiento a medias, debido a que se fundamenta en una lógica entimemática. Él entimema es un silogismo incompleto, que constituye por tres premisas: una proposición mayor, una proposición menor y la conclusión. El persuasor político encuentra con ello un camino para introducir una idea en la mente del público. Al suprimir una de las premisas del silogismo, la

operación de concluir con la argumentación queda en manos de la audiencia.

Barthes profundiza en el entimema en cuanto a forma del razonamiento retórico y, por tanto, como el principal modo de razonar en política. La supresión de uno de los componentes del silogismo se efectúa por varias razones. La premisa de partida es que no se puede negar la ignorancia del oyente. El público es incapaz de seguir razonamientos complejos, y durante mucho tiempo. Considerando que estimular la vanidad del oyente es una forma acertada de convencer, el persuasor explota la ignorancia de la audiencia, haciéndole creer que alcanzó una conclusión valiosa gracias a su esfuerzo y talento (Barthes, 1974, p.49-54). El entimema permite que sea el oyente quien disfrute completando una estructura formal de pensamiento.

La creencia es otro elemento del entimema que se considera como aporte aristotélico a la retórica. Según Barthes, el filósofo concibe el entimema como razonamiento silogístico; en vez de estimarlo solo como eliminación de una premisa, la entiende en términos de premisas o conclusiones contenidas por creencias. La materia de la argumentación retórica es el sentido común, aquello estimado por el oyente como creíble: lo que aparece como verdadero, sin serlo necesariamente. La retórica no pretende obtener y enseñar la ver-dad, entendida como realidad cierta, sustancia o esencia necesaria de las cosas (Abbagnano, 1993; Ferrater Mora, 1965). La persuasión se refiere de manera exclusiva a las realidades aparentes, a las ilusiones en torno a las cosas, a lo que se cree que es. El discurso político puede entenderse como un tratado acerca de lo probable. Según Barthes, la materia del mensaje retórico es lo que la audiencia tiene como real, aunque lo real no exista. Las premisas aristotélicas de la argumentación asumen un carácter verosímil. La verosimilitud es aquello que parece verdadero, sin pretender serlo (1974, p.17-18).

El discurso retórico recrea situaciones creíbles por el público, aunque los acontecimientos no hayan sucedido de esa manera. En Aristóteles, la regla del silogismo es precedida por otra norma, aquél aviso según el cual es preferible un verosímil imposible que un posible verosímil: “más vale contar lo que el público cree posible, incluso si es posible científicamente, que contar lo que es posible realmente, si este posible es rechazado por la censura colectiva de la opinión corriente” (1974, p.17-18). La retórica se esfuerza en adaptarse al nivel del público, con mensajes dotados de sentido común, razonamientos cortos y de sencilla conclusión. El discurso se elabora siguiendo un saber compartido por un grupo social, es decir, se sostiene en los estereotipos.

El arte de confeccionar discursos consiste en aplicar, según el caso, las reglas descritas. La primera clasificación de la retórica se elabora a partir de tal estimación. Al ser el oyente la finalidad que persigue todo empeño persuasivo: la retórica dirige toda su actividad, y su producción queda condicionada por las exigencias del público. Las audiencias son de dos tipos: un espectador que juzga la habilidad desplegada por el retórico; o un árbitro que evalúa lo ya ocurrido o aquello que va a acontecer. El primer caso se refiere a la retórica demostrativa. Los discursos de este tipo se producen con temas que halagan o critican la ejecución de una actividad. La retórica demostrativa se enfoca en el presente, el ahora, y evalúa la belleza o fealdad de una ejecución, su rendimiento. Ante este modelo, los oyentes se expresan aplaudiendo o pitando.

El segundo caso es el género persuasivo de tipo forense o judicial. Este discurso retórico se elabora a partir de los juicios sobre lo ya acontecido. La retórica forense se remite al pasado, considera las acciones según su justicia y su confección muestra dos rutas: la condena o la absolución. De último permanece el discurso deliberativo, que condiciona la retórica a la evaluación del futuro. Este discurso busca persuadir en relación con lo provechoso o lo perjudicial de las decisiones. La retórica deliberativa suele oscilar entre esparcir esperanzas en la audiencia o infundirles temor.

Dicha clasificación del oyente revela que el juicio es la naturaleza fundamental de las audiencias; y los públicos evalúan la realidad de manera absoluta. Este concepto de la persuasión permite estructurar la política alrededor de dos núcleos: la acción y el discurso. Toda expresión política buscaría disponer los

juicios de la audiencia a favor o en contra de una acción. El público es un árbitro de todo cuanto acontece en la ciudad política. La acción política puede examinarse con criterios estéticos, prácticos o morales y sus juicios llegan a ser categóricos. El persuasor vendría a ser un sujeto que acude ante el juicio del público para afianzar o modificar su posición.

La antigua Roma (siglo I a.C.).

Antecedentes históricos.

En la Roma clásica se concreta otro avance retórico en la forma de la oratoria. Su desarrollo se produce durante la crisis y caída de la República; en un contexto de cambio y transformaciones desde una forma de gobierno aristocrática, cuya expresión máxima era el Senado, hacia un gobierno donde las decisiones sobre los asuntos públicos estarían concentrados en un principado. Es en esta etapa clásica cuando se aprecian intensas luchas políticas, que emplean constantemente la violencia en cualquiera de sus modalidades, y que cristalizan finalmente en aquella guerra civil donde Julio César y sus partidarios se enfrentan contra Pompeyo y sus seguidores aristócratas.

La figura del político Marco Tulio Cicerón destaca en la formación o consolidación de tales conflictos. Cicerón despliega una parte importante de su actividad política en el Senado, donde ejecuta una labor oratoria reconocida para la época y la posteridad. Cicerón concebía a la oratoria como una herramienta indispensable para asegurarse alguna influencia en el Senado y en el pueblo romano. Tal era la trascendencia de la oratoria, que Cicerón sitúa al orador en su ideal republicano. El orador sería una figura dedicada a la dirección de los asuntos públicos, que cuenta principalmente, en su accionar político, con la fuerza persuasiva de la palabra para resolver los conflictos (Grimal, 1986).

El ideal del orador se oponía a la figura ya existente del emperador, magistrado que se apoyaba en el uso de la fuerza como recurso de gobierno: “La autoridad soberana era lo que se llamaba el poder militar (imperium). Gracias a ella el funcionario que la ejercía poseía el más amplio derecho de mandar y ordenar o de prohibir e impedir; dirigía los asuntos de la comunidad (res publica), especialmente en lo que a la justicia y el ejército se refiere” (Bloch, 1942, p.33). Los esfuerzos dedicados por Cicerón a la reflexión de la oratoria son de gran valor, y quedando expuestos en escritos como los Dialogos del Orador, El Orador y la Retórica a Herennio.

Cicerón: la retórica como expresión operática.

Cicerón representa el momento culminante en la estimación de la oratoria como acción política. El ciudadano romano no oponía el discurso a la práctica política: le consideraba una expresión de la última. Tal manera de apreciar a la retórica parece haber sido inaugurada con Catón. Pierre Grimal sostiene que en la evolución del debate sobre la elocuencia, cuya finalidad es en definitiva la voluntad de actuar, Catón: “aparece como precursor. Es uno de los primeros -tal vez el primero- que quiso que sus discursos fuesen publicados, más que por la vanidad de autor, sin duda con el propósito de prolongar su acción” (1986, p.187).

La visión ciceroniana de la retórica es ante todo política. Sus aportes al arte de la persuasión son difíciles clasificar en la tipología de Roland Barthes. Cicerón no es, ni parece pretender ser un técnico, un educador y mucho menos un científico de la retórica. Su preocupación no se inclina a la búsqueda del lucro, ni defender o subvertir una moralidad. Su labor consiste en una práctica que sitúa a la retórica al servicio del gobierno, así como a las expresiones culturales. La retórica es un instrumento político y su empleo ha puesto en evidencia los efectos deseables que puede producir en el ambiente político.

Los aportes de Cicerón al arte de la persuasión son las del hombre político, el individuo que reflexiona

sobre una herramienta no por su valor intrínseco, sino para perfeccionar su uso, con miras a conseguir el éxito político. Pierre Grimal afirma que Cicerón no aprecia la cultura como destino cierto del hombre romano, tampoco el abandono por completo de cualquier cultivo humanista, sino: “el que se afana por ser, ante el pueblo y en el Senado, un «buen consejero»; por consiguiente, el que es capaz de descubrir o al menos reconocer la verdad acerca de cada problema” (1986, p.188-189). La conexión de la reflexión a la acción política, claro está, no está exenta de los intereses que se defienden, sino que surge en el auge de los conflictos.

La retórica es en esencia expresión para Cicerón. Ésta es vista como una herramienta al servicio de la fiel manifestación de los pensamientos y afectos. La expresión retórica debe ir más allá de la argumenta-ción; o la disposición de las partes del discurso; y el empleo de las figuras elocuentes. A su entender, el orador también ha de observar la pronunciación. El discurso adquiere con ello movimiento, perdiendo la estática del lenguaje escrito. La pronunciación representa la acción del discurso; es el ritmo que busca y entabla una especie de danza entre el orador y el oyente, y en el cual el primero le conduce hacia donde su voluntad indique; también es el tono que le imprime suavidad, agudeza o fuerza al discurso. El orador perfecto es aquél que expresa los afectos con su acción y que conmueve las pasiones de los oyentes.

En sus Diálogos del Orador, Cicerón (1946) señala que la pronunciación exige la manipulación del semblante. El orador tiene en su rostro a la mejor forma expresiva, en especial sus ojos, ellos reflejan muy bien las variaciones de las emociones. Los ojos serían el espejo del alma. La pronunciación exige también del gesto, con ella declara la totalidad de una idea. En este repertorio resalta luego el sonido. Para ello conviene que el orador eduque su voz con esmero, siempre atento a la dicción y a la adecuada respiración. En escena entra, finalmente, el cuerpo humano apreciado en su totalidad. El buen orador asume una postura erguida, fuerte y varonil; cual si se tratase de un director de orquesta, sigue el ritmo de las palabras pronunciadas con sus manos. El orador, con su pie, debe golpear el piso con fuerza, al inicio o al final de su acción discursiva. Cicerón sostiene la necesidad de que el orador mantenga sus brazos alzados, listos para lanzar el rayo de la elocuencia.

La voz exige un tratamiento más extenso, al ser uno de los fundamentos de la pronuntiatio. En El Orador, Cicerón (1967) clasifica las formas retóricas según el estilo de voz, a saber: el majestuoso o grave, el sencillo o agudo, y el intermedio o templado. Cada una de las categorías son definidas según las escalas en la modulación de los sonidos; siendo amplificador el primero, simplificador el segundo y el último representa una escala de tipo intermedio. La escala más baja le corresponde al estilo sencillo, propio de quien enseña, el que intenta desarrollar una argumentación. El estilo sencillo es una imitación del uso ordinario de la lengua. Por su forma llana y modesta, el orador se aleja de lo llamativo. La sobriedad impera en este discurso.

El segundo estilo es el grandilocuente, propio de quien pretende vencer a los contrarios, por la vehemencia o contundencia en el hablar. La oratoria majestuosa es la dicción inflamada, la modulación de la voz que se dirige a encender las emociones. Esta oratoria es la que gobierna los ánimos. Ésta tiene la capacidad de implantar o arrancar una opinión, el éxito político sólo puede obtenerse con esta acción discursiva. El estilo moderado, en cambio, es un punto medio entre las anteriores, propio de quien busca agradar al oyente. Se deleita con una conversación amena, alejada de los excesos propios de la sobriedad o el hablar suntuoso. La voz no abandona el ritmo y la tonalidad; el ritmo introduce una sucesión de voces y pausas que le adhiere al discurso un movimiento necesario para atraer y mantener la atención de la audiencia.

El buen orador sabe cuándo emplear cada uno de los estilos. El sentido de la oportunidad es fundamental. Cicerón sostiene la necesidad de aprender a reconocer la ocasión aplicar cada acción discursiva. Dicho aspecto es tratado como lo decoroso, es decir, tomar en cuenta al oyente: condición, jerarquía, autoridad, edad, además del lugar y el tiempo de ejecución. Lo decoroso sería lo apropiado conforme al oyente y las

circunstancias. Las audiencias no pueden ser tratados con el mismo discurso, tanto en palabras como en tonalidades. La retórica consiste en acomodar, en cada caso, los argumentos, las pruebas, las figuras, la disposición y la pronunciación.

El requisito de calibrar el momento se relaciona con la clase de asunto a tratar y los riesgos propios de los estilos de oratoria. El estilo sencillo sirve para tratar temas corrientes; bajo en ritmos, conduce a la monotonía y al aburrimiento. Este discurso se aplica en la enseñanza: permite alcanzar un estado de ánimo sosegado, favorable para el aprendizaje. La oratoria moderada se emplea en asuntos de trascendencia media, por lo que se procura generar agrado: podría agotar al oyente, con su inclinación a complacer los diversos gustos. El estilo majestuoso se usa en las grandes ocasiones, al arrancar sonoros aplausos. La grandilocuencia conlleva un mayor riesgo. El orador puede aparecer como un insensato o con poca cordura, por las muestras de desequilibrio que exige su desempeño, aventurándose así al desprecio del público.

Barthes califica a la oratoria como teatralidad; quizá sea más adecuado catalogarla como expresión operática. El orador aparece como un actor, dispuesto a variar las tonalidades de su discurso, según lo exija el decoro de cada situación. No es un actor común, sino uno que está convencido plenamente en lo que dice; éste cree profundamente en el papel que interpreta. En los Diálogos del Orador, Cicerón afirma que el oyente no puede sentir dolor, odio, envidia, temor y tampoco puede mover al llanto o misericordia, si tales afectos no se encuentran inscritos en el orador. Conmover a una audiencia requiere una perturbación idéntica en el ánimo del orador.

3.- MÉTODO

Diseño

El presente artículo consiste en una revisión de la literatura sobre la retórica antigua. La revisión ha sido selectiva, enfocándonos en autores que se han constituido en referencia sobre la materia, en la Grecia y la Roma antiguas. El estudio presenta, por consiguiente, un diseño exploratorio, no experimental, y de naturaleza cualitativo.

Instrumentos

La investigación aplica un nivel de análisis documental-biliográfico de tipo transversal; se apoya en lecturas contemporáneas de textos clásicos, indagando básicamente en torno a fuentes primarias. El análisis de la retórica antigua, como categoría del discurso político, requiere acudir a las fuentes directas por su mismo carácter controversial. Es importante precisar que, en relación con la escuela sofística, origen del debate retórico antiguo, casi no se disponen de documentos o bibliografía de sus autores fundamentales.

Procedimiento

El procedimiento aplicado consistió en la revisión exhaustiva de la bibliografía sobre la temática de la retórica, la persuasión y la propaganda políticas, visto que el discurso en democracia consiste en una apelación permanente por votar en favor de una candidatura. Es fundamental resaltar la consulta de especialistas de la comunicación política, con una reconocida trayectoria y visión clave en el área, y con cuyos concursos se facilitó la elaboración de un mapa temático exhaustivo. La recuperación de la literatura no representó dificultad alguna, mientras que el proceso de revisión y extracción cuidadosa de la información fluyó en torno a la elaboración de fichas bibliográficas contentivas de ideas y notas de trabajo.

4.- CONCLUSIONES

El descrédito de la retórica sólo se descarta en la década de los cincuenta del siglo XX. La aparición del Traité de l’argumentation, de Chaim Perelman y Lucie Olbrechts-Tyteca; así como los aportes del Grupo de Lieja (Dubois, Edeline, Klikenberg, Minguet, Pire y Trinon), le otorgan una estabilidad científica e institu-cional. Los estudios neorretóricos se caracterizan por una separación entre la teoría de la argumentación y la teoría de las figuras; y también por una diferenciación entre la retórica de la ficción literaria y la retórica de lo cotidiano.

Los estudios modernos de retórica se enfocan, como nuevo paradigma, en descubrir y explicar las reglas del juego comunicativo, en lugar de formular los preceptos necesarios para la confección conveniente de los discursos. Una explicación a este revolución en el análisis de los discursos, y del político en particular, obedece a las posibilidades técnicas que ofrece la misma modernidad. La reflexión clásica difícilmente podía asumir una aproximación descriptiva y explicativa del fenómeno discursivo, dadas las casi insal-vables dificultades de conservar físicamente un discurso. Los estudios modernos de retórica se alejan del tratamiento especulativo de los discursos, puesto que en la actualidad se cuentan con los instrumentos para la grabación y reproducción material de los mismos.

Las contribuciones de la retórica antigua a la disciplina de la comunicación política son de distinta índole. En primer lugar, el discurso político nace como objeto de análisis. Con los sofistas aparece la problemática fundamental de todo lenguaje: la brecha entre el discurso y la realidad. Esta escuela antigua se enfoca tanto en identificar las dificultades del acto humano de comunicar, como en ampliar las posibilidades expresivas del lenguaje. Por otro lado, el artefacto retórico, o la máquina, en palabras de Roland Barthes, como productos de una cultura y civilización, queda constituido, a saber: la inventio, la elocutio, la dispo-sitio, la pronuntiatio y la memoria.

Las dos primeras piezas, el razonamiento y la cualidad emocional de los discursos políticos, son ele-mentos esenciales en el desarrollo de la comunicación política y los mensajes electorales, en tanto vías acertadas para operar como mecanismos persuasivos. La dispositio y la memoria, poco valoradas en su potencialidad comunicativa, fueron ejes de la propaganda hitleriana. En este esquema totalitario, el primer elemento fue definido como la orquestación, y consistía en la organización de los mensajes y su difusión. La segunda pieza se planteó en términos de la repetición incensante del mensaje, hasta adherirse en las mentes y los corazones de los receptores.

El desarrollo de ambas estructuras retóricas, una argumentativa y lógico-racional, y otra emotiva o pasional y de naturaleza psicológica, se verifica en Aristóteles, considerado por ello como precursor de nuestra cultura de masas. Los esfuerzos por construir mensajes políticos ajustados a las formas de pensar y sentir del público, precepto fundamental del marketing político (political consulting), son próximos en la época clásica y en la modernidad; si bien en nuestra sociedad contemporánea predomina la noción de una democracia de masas. De allí el desarrollo de técnicas de medición de opinión pública, cuantitativas y cualitativas, como las encuestas, los talleres focales y el análisis etnográfico, principalmente. Asimismo, en la reflexión clásica se identifican las principales áreas que configuran los estudios de comunicación po-lítica: un emisor, un receptor, un canal o medio de transmisión (pronuntiatio) y un mensaje, tanto en lo que concierne a sus contenidos (inventio), como a sus continentes (elocutio).

La retórica ha sido recuperada para la comprensión de los procesos electorales. En su Political Campaign Communication, Judith Trent y Robert Friedenberg definen las elecciones como eventos donde se producen distintos intercambios retóricos o funciones comunicativas. Las campañas electorales son descri-tas como actos retóricos, pues reflejan contextos sociopolíticos que despliegan estrategias de persuasión. El mensaje retórico es el mismo: “Voten por mi candidatura”. Para Trent y Friedenberg, en los distintos

momentos de las campañas electorales se ejecutan dos clases de intercambios retóricos: una instrumental o pragmática, que realiza contribuciones específicas y tangibles en la decisión del elector; y una retórica simbólica o de consumación, que pretende satisfacer expectativas y requerimientos de naturaleza ritual.

Ambas dimensiones se resumen en el mitin electoral (political convention), tanto en su esfuerzo persuasivo, como en su carácter de fiesta electoral. La utilidad comunicativa de ambos tipos retóricos se centran en activar o reforzar a los partidarios con argumentos que les permitan identificar y superar los desafíos de la campaña electoral (pragmática); y en despertar o consolidar los vínculos que les cohesionan como miembros de una comunidad política (ritual). Es importante señalar que Angel Alvarez, en su trabajo ¿Para qué sirve la publicidad electoral?, propone una metodología de análisis de contenido de los anuncios electo-rales, con base en la clasificación aristotélica de los oyentes. El planteamiento central consiste en clasificar los discursos políticos, según si es el mensaje se inclina a premiar o castigar el pasado; esperanzar o atemo-rizar el futuro; y aclamar o pitar la realización presente. La aplicación de este esquema de análisis sería un objetivo en futuros trabajos de investigación empírica.

En la Era Digital, la retórica se constituye en una variable a ser estimada en el desarrollo de la comunicación estratégica. La capacidad de las organizaciones para articular discursos que conecten con públicos globales, que demandan información a diario y al instante, con coberturas permanentes de eventos y proyectos, representa una dimensión fundamental en la construcción de imagen corporativa. Como indican Da-niel Barredo y Daniel de la Garza (2016), en su Comunicación Estratégica. Metodología y Resultados de un Análisis de Imagen Corporativa, la comunicación organizacional contemporánea enfatiza la necesidad de potenciar el uso de las redes sociales. En tal sentido, sería valioso indagar la estructura discursiva presente en las comunicaciones de la Era de la Posverdad política, como las fakes news o bulos informativos, y sus efectos en los consumidores; o la confección de mensajes electorales, con una combinación de ataques y escándalos, a través de plataformas digitales 2.0 como Twitter, la cual sólo ofrece 280 caracteres de espacio.

Asimismo, en esta Era de la Información y la Posverdad, la dispositio y la memoria han adquirido una significación tan relevante, que quizá se han convertido en el mensaje mismo. El desarrollo de la inteligen-cia artificial (AI), y la aparición de los bots y los trolls, permite inundar las redes sociales con mensajes repetitivos, simulando una interactividad generadora de espirales de opinión que pueden ser determinantes en ambientes electorales con resultados estrechos.

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